El dolor de los desaparecidos
"El dolor de los desaparecidos", escribe Salvador García Soto en #SerpientesyEscaleras
La voz del hombre recio, alto y de barba canosa se quebró y lloró como un niño: "Yo sé licenciada Rosa Icela que usted y la Presidenta van a cambiar esta historia y nos van a ayudar para que regresen a nuestras casas nuestros tesoros (sollozos). Y aunque sea un huesito para tenerlo y saber que están ahí, porque un hombre y una mujer están cansados, sus padres, de esto que estamos viviendo. Y que nuestros niños, nuestros hijos van a regresar. Un huesito aunque sea que nos den, para darles cristiana sepultura. Es lo único que pedimos si ya no están aquí".
Gustavo Hernández, de Escobedo, Nuevo León, pedía entre lágrimas y sollozos, con el corazón destrozado de tanto buscar a su hijo Abraham Zeydi Hernández del Razo, que la Secretaria de Gobernación le ayudara a encontrar "aunque sea un huesito" de su hijo que desapareció el 14 de abril de 2024 en la Colonia Hacienda Anáhuac de la Zona Metropolitana de Monterrey. Con 33 años de edad, Abraham salió de su casa aquel día y, como a más de 125 mil mexicanos, cuyo promedio de edad alcanza apenas los 24 años, no se le volvió a ver, como si se lo hubiera tragado la tierra, aunque más bien se lo tragó la delincuencia y la indolencia e incapacidad de las autoridades.
Desde entonces Gustavo Hernández, como las madres, padres, hermanos y demás familiares de esos 125 mil desaparecidos, lo busca con la esperanza de hallarlo, vivo, muerto, enterrado o convertido en sicario, pero encontrarlo. "Aunque sea un huesito que nos den", decía el hombre que se ve encanecido y consumido por la pena y el dolor que se siente por no saber el paradero de un hijo o un familiar. "Es como tener un hueco en el alma, un agujero en el corazón que no se llena con nada, por más que llores, maldigas y reclames, ese dolor no se va, cala, duele y hace que la vida se vea injusta, dolorosa", me dijo en una ocasión una madre buscadora que entrevisté para la radio.
Cualquier lector que sea padre, que tenga un hijo o una hija, entenderá y le dolerá la voz quebrada, suplicante y desesperada de Don Gustavo. Comprenderá por qué ese padre, que el jueves pasado acudió junto con muchos otros buscadores como él a reunirse con la Secretaria de Gobernación en el edifico de la Expo Reforma en la CDMX, se quebró y lloró como un niño por su niño de 33 años que no volvió más a casa. La imagen de ese hombrón que se desmoronaba mientras dejaba salir todo su dolor y su frustración de un año acumulada, frente a la funcionaria del Gobierno federal, es apenas un testimonio de los cientos de miles que se escuchan en este México que aún no dimensiona ni comprende el dolor de los desaparecidos.
Era la tercera mesa de diálogo que sostenía la titular de la Segob con más de 170 personas, todas ellas madres, padres, hermanos, tíos de los desaparecidos, que representaban a 26 colectivos de toda la República que acudieron al encuentro donde, por primera vez fueron escuchados en seis años, después de la ignominia y la indolencia del expresidente López Obrador, que prometió en campaña atender a las madres buscadoras, pero una vez en el poder las ignoró, las atacó y hasta las acusó de complotar en su contra.
Como el de Gustavo hubo muchos otros testimonios, algunos entre llanto, otros con enojo e indignación, otros más casi en tono de súplica, pero todos pidiéndole a la representante del gobierno de Claudia Sheinbaum que, una vez que los han reconocido, que los visibilizaron y los escucharon, como nunca antes hizo ningún gobierno reciente, ahora los ayuden a encontrar a sus hijos.
A todos los padres y madres buscadoras se les nota el dolor en el rostro y en el alma; todos conservan viva la esperanza, como una llama que se niega a apagarse, de encontrarlas y encontrarlos con vida, pero al mismo tiempo la mayoría sabe que después de un año, tres, cinco o diez años de estar buscando descorazonados a ese hijo, hija, madre o padre, muy probablemente ya estén sin vida; aún así, todos y cada uno de las buscadoras y buscadores quieren encontrarlos, un cuerpo, un indicio, un huesito, algo que les dé la posibilidad de confirmar que sus "tesoros", como los llamó Gustavo, ya descansan en paz, porque sólo así tal vez ellos empiecen a descansar de ese dolor, mezcla de rabia, de ausencia y de recuerdo, que les muerde el alma y les roba el aliento.
Tuvieron que pasar casi seis meses de la administración Sheinbaum para que la doctora, que también es madre, se decidiera a romper con el cerco de silencio, desprecio e indolencia que les habían impuesto a las madres y padres buscadores en el pasado sexenio. No está claro si la Presidenta finalmente se dolió del dolor de las víctimas o si fue el Rancho Izaguirre, en Teuchitlán, con sus crematorios y sus tenis y ropa juvenil abandonada, lo que causó el milagro. Pero lo que es un hecho, es que por primera vez un gobierno escucha el llanto, a veces sonoro y estridente, a veces suave y desesperanzado o en ocasiones que nos parte el alma al suplicar como lo hizo Gustavo Hernández.
México es un país herido, un país dolido y fracturado por la violencia narca que dura ya 19 años ininterrumpidos. Un país cuyo suelo ya no sólo guarda los "veneros de petróleo al diablo" que poetizó López Velarde, sino que ahora también guarda y esconde en su subsuelo miles, cientos de miles de cuerpos de hombres, mujeres, niños, adultos, que murieron asesinados, torturados, desmembrados a manos de criminales crueles, de monstruos que a los que no quemaron, descuartizaron o disolvieron en ácido, los enterraron en fosas clandestinas que hoy pueblan por miles el territorio mexicano.
El dolor de don Gustavo y su llanto para pedir "aunque sea un huesito" de su hijo Abraham, para poder darle cristiana sepultura, es o debiera ser el dolor de todo México. No sólo de sus gobernantes, que ignoraron, negaron u ocultaron las desapariciones y de ese modo se volvieron cómplices por "aquiescencia" al no haber impedido que criminales inhumanos y policías o militares corruptos secuestraran, reclutaran o asesinaran a la juventud de este país; también ese dolor y ese llanto de un padre que se clava en el pecho de quien lo escuche, debe ser de todos nosotros, que también hemos guardado silencio, que hemos preferido voltear para otro lado o los que de plano juzgan y estigmatizan a los muertos y desaparecidos del narco con un "por algo se lo llevaron, seguro andaba en malos pasos".
Llegó el momento de actuar y de empatizar con las buscadoras y buscadores, de exigir que se les escuche y se les ayude a encontrar a sus hijos o familiares. No esperemos a que nos toque a cualquiera de nosotros sentir ese dolor que parte el alma, la vida y el corazón, por la desaparición de un hijo o hija. Paremos ya esta tragedia nacional que nos exhibe como una nación bárbara, violenta e insensible.
Si ya empezó el gobierno y si la Presidenta ha decidido actuar y escuchar, como no lo hizo ninguno de sus antecesores -aún cuando cuestionen y descalifiquen al Comité de la ONU-, es momento de que nos sumemos todos y les demos voz a todo aquel que llora y busca a un familiar desaparecido.
Es la hora de los desaparecidos y aunque siga en vilo y sin respuesta aquella pregunta del gran Rubén Blades de los años 80 y aún no sepamos "a dónde van los desaparecidos", es momento de enfrentarlo, poner la cara y sentir, como si fuera nuestro, el dolor de Gustavo, de Ceci, de Tranquilina, de Sofía, de Lorenza, de Luz Alejandra, de Mercedes, de cualquier madre, padre, hermano o cualquier familiar que hoy llore por la ausencia de un desaparecido. Hagámoslo por sus hijos y por los nuestros, porque nadie en este país tenga que sentir ese dolor que atraviesa, desgarra y roba la esperanza… Los dados mandaron Escalera Doble. Felices vacaciones de Semana Santa y Pascua para los amables lectores.