Los narcocorridos a debate
"Los narcocorridos a debate", escribe Marco A. Paz Pellat en #ElPoderdelasIdeas
Los narcocorridos, con sus diferentes expresiones y variantes, no son simples canciones: son un campo de batalla cultural.
Por un lado, sus defensores los elevan como crónicas de un México fracturado, donde el narcotráfico no es un monstruo lejano, sino un vecino que paga salarios, construye capillas y mata sin piedad. Estos temas musicales, herederos del corrido revolucionario, no inventan héroes ni villanos; los toman de calles donde el Estado brilla por su ausencia.
¿Por qué censurar una música que narra lo que los gobiernos y los medios de comunicación callan o adornan? Para muchos, los narcocorridos son la voz de los sin voz: denuncian con metáforas la corrupción policial, los políticos que pactan con cárteles y la pobreza que empuja a los jóvenes a empuñar un arma antes que un libro. En regiones marginadas, donde el crimen organizado es el mayor empleador, estas letras no son un manual de violencia, sino un espejo de supervivencia.
Pero el espejo tiene grietas. Los críticos no dudan en señalar que, al ritmo de tambora y bajos eléctricos, los narcocorridos convierten a narcotraficantes en leyendas. Un capo que ordena decapitaciones no es un Robin Hood por repartir dinero sucio: es un criminal. Sin embargo, las letras omiten a las víctimas —niños reclutados, mujeres secuestradas y ultrajadas, periodistas asesinados, pueblos desplazados— y enfocan la fama, el poder y el lujo.
Diferentes estudios revelan que adolescentes expuestos a estos mensajes tienden a ver el crimen como un camino viable, incluso glorioso. La música, con su cadencia adictiva, normaliza lo que debería escandalizar: ¿cuántos jóvenes escuchan un corrido sobre un ajuste de cuentas y tararean la melodía sin procesar el horror tras las palabras?
El debate se enciende cuando se habla de libertad artística. ¿Dónde trazar la línea entre documentar y glorificar?
Quienes defienden los narcocorridos argumentan que el arte no debe autocensurarse para cumplir con una moral impuesta. Pero sus detractores contraatacan: si una canción puede inspirar a un niño a admirar a un sicario, ¿no hay responsabilidad en cómo se cuenta la historia?
La respuesta no está en prohibir, sino en preguntar por qué este tipo de música resuena tanto. Los narcocorridos florecen donde hay tierras fértiles: desempleo, escuelas sin recursos, familias rotas por la migración. Mientras el Estado siga sin ofrecer alternativas reales, estas canciones seguirán siendo himnos no oficiales de una guerra que México no eligió, pero que vive a diario.
Los narcocorridos no son la raíz del mal, pero tampoco son inocentes. Son el eco amplificado de un país que sangra, pero también un eco que, al repetirse, puede ensordecer a quienes aún creen en cambiar la melodía.